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Nuestras creencias

Preámbulo

Los miembros de la junta directiva, los administradores y los miembros de la facultad de The Master’s Seminary reconocen que cualquier declaración doctrinal no es más que un intento humano falible de resumir y sistematizar las riquezas de una revelación divina infalible. Pero esto de ninguna manera le resta valor a la importancia de dicha declaración. Las siguientes afirmaciones especifican cuidadosamente nuestra posición de enseñanza con respecto a las principales doctrinas bíblicas y, por lo tanto, proporcionan un marco teórico para el plan de estudios y la instrucción en el seminario. También proporcionan un ancla para proteger a la institución contra la divagación teológica. Por esta razón, los miembros de la junta directiva, la administración y los miembros de la facultad deben firmar anualmente una declaración en la que afirman estar de acuerdo con esta declaración de fe.

Las Sagradas Escrituras

Enseñamos que la Biblia es la revelación escrita de Dios al hombre y que, por lo tanto, los sesenta y seis libros de la Biblia que nos han sido dados por el Espíritu Santo constituyen la Palabra de Dios plenaria (inspirada de igual manera en todas sus partes) (1 Corintios 2:7–14); 2 Pedro 1:20–21). Enseñamos que la Palabra de Dios es una revelación objetiva y proposicional (1 Tesalonicenses 2:13; 1 Corintios 2:13), inspirada verbalmente en cada palabra (2 Timoteo 3:16), absolutamente inerrante en los documentos originales, infalible y exhalada por Dios. Enseñamos la interpretación literal, gramatical e histórica de las Escrituras, la cual afirma la creencia de que los primeros capítulos de Génesis presentan la creación en seis días literales (Génesis 1:31; Éxodo 31:17), describen la creación especial del hombre y la mujer (Génesis 1:26–28; 2:5–25), y definen el matrimonio como algo entre un hombre y una mujer (Génesis 2:24; Mateo 19:5). En otras partes, las Escrituras dictan que cualquier tipo de actividad sexual fuera del matrimonio es una abominación ante el Señor (Éxodo 20:14; Levítico 18:13–20; Mateo 5:27–32; 19:1–9; 1 Corintios 5:1–5; 6:9–10; 1 Tesalonicenses  4:1–7). Enseñamos que la Biblia constituye el único estándar infalible de fe y práctica (Mateo 5:18; 24:35; Juan 10:35; 16:12–13; 17:17; 1 Corintios 2:13; 2 Timoteo 3:15–17; Hebreos 4:12; 2 Pedro 1:20–21).

Enseñamos que Dios habló en Su Palabra escrita mediante un proceso de autoría doble. El Espíritu Santo supervisó tanto a los autores humanos que, a través de sus personalidades individuales y sus diferentes estilos de escritura, compusieron y registraron la Palabra de Dios al hombre (2 Pedro 1:20–21) sin error íntegra o parcialmente (Mateo 5:18; 2 Timoteo 3:16). Enseñamos que, si bien puede haber varias aplicaciones de algún pasaje de las Escrituras, solo hay una interpretación verdadera. El significado de las Escrituras se encuentra cuando uno aplica diligentemente el método de interpretación literal, gramatical e histórica bajo la iluminación del Espíritu Santo (Juan 7:17; 16:12–15; 1 Corintios 2:7–15; 1 Juan 2:20). Es responsabilidad de los creyentes confirmar cuidadosamente la verdadera intención y el verdadero significado de las Escrituras, reconociendo que su correcta aplicación es obligatoria para todas las generaciones. Sin embargo, es la verdad de la Escritura la que juzga a los hombres; los hombres nunca la podrán juzgar a ella.

Dios

Enseñamos que no hay más que un Dios vivo y verdadero (Deuteronomio 6:4; Isaías 45:5–7; 1 Corintios 8:4), quien es un Espíritu infinito que todo lo sabe (Juan 4:24), perfecto en todos Sus atributos, uno en esencia, que existe eternamente en tres personas —Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mateo 28:19; 2 Corintios 13:14)—, cada una de las cuales merece adoración y obediencia por igual.

Dios Padre

Enseñamos que Dios el Padre, la primera persona de la Trinidad, ordena y dispone todas las cosas de acuerdo con Su propósito y gracia (Salmo 145:8–9; 1 Corintios 8:6). Él es el Creador de todas las cosas (Génesis 1:1–31; Efesios 3:9). Como el único gobernante absoluto y omnipotente del universo, Él es soberano en la creación, la providencia y la redención (Salmo 103:19; Romanos 11:36). Su paternidad involucra tanto Su designación dentro de la Trinidad como Su relación con la humanidad. Como el Creador, Él es Padre de todos los hombres (Efesios 4:6), pero es el Padre espiritual únicamente de los creyentes (Romanos 8:14; 2 Corintios 6:18). Él ha decretado para Su propia gloria todas las cosas que suceden (Efesios 1:11). Él sostiene, dirige, y gobierna a todas las criaturas y a todos los acontecimientos de manera ininterrumpida (1 Crónicas 29:11). En Su soberanía, Él ni es el autor del pecado ni tampoco lo aprueba (Habacuc 1:13; Juan 8:38–47), ni tampoco anula la responsabilidad de las criaturas morales e inteligentes (1 Pedro 1:17). En Su gracia, Él ha escogido desde la eternidad pasada a aquellos a quienes Él ha determinado que sean suyos (Efesios 1:4–6); Él salva del pecado a todos los que vienen a Él por medio de Jesucristo; Él adopta como suyos a todos aquellos que vienen a Él; y Él se convierte, por medio de la adopción, en Padre de los Suyos (Juan 1:12; Romanos 8:15; Gálatas 4:5; Hebreos 12:5–9).

Dios Hijo

Enseñamos que Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad, posee todos los atributos divinos y, en estos, Él es igual a Dios, consustancial y coeterno con el Padre (Juan 10:30; 14:9). Enseñamos que Dios Padre creó de acuerdo con Su propia voluntad, a través de Su Hijo, Jesucristo, por medio del cual todas las cosas siguen existiendo y funcionando (Juan 1:3; Colosenses 1:15–17; Hebreos 1:2). Enseñamos que en la encarnación (Dios hecho hombre) Cristo se despojó únicamente de las prerrogativas de deidad, más no se despojó de nada de la esencia divina, ni en grado ni en tipo. En Su encarnación, la segunda persona de la Trinidad que existe eternamente, aceptó todas las características esenciales del ser humano y, de esta manera, se convirtió en el Dios-Hombre (Filipenses 2:5–8; Colosenses 2:9). Enseñamos que Jesucristo representa a la humanidad y la deidad en una unidad indivisible (Miqueas 5:2; Juan 5:23; 14:9–10; Colosenses 2:9). Enseñamos que nuestro Señor Jesucristo nació de una virgen (Isaías 7:14; Mateo 1:23, 25; Lucas 1:26–35); que Él era Dios encarnado (Juan 1:1, 14); y que el propósito de la encarnación fue revelar a Dios, redimir a los hombres y gobernar sobre el reino de Dios (Salmo 2:7–9; Isaías 9:6; Juan 1:29; Filipenses 2:9–11; Hebreos 7:25–26; 1 Pedro 1:18–19).

Enseñamos que, en la encarnación, la segunda persona de la Trinidad hizo a un lado Su derecho a todas las prerrogativas de coexistencia con Dios y se atribuyó una existencia adecuada a un siervo, a la vez que nunca se despojó de Sus atributos divinos (Filipenses 2:5–8). Enseñamos que nuestro Señor Jesucristo logró nuestra redención por medio del derramamiento de Su sangre y de Su muerte sacrificial en la cruz, y que Su muerte fue voluntaria, vicaria, sustitutiva, propiciatoria y redentora (Juan 10:15; Romanos 3:24–25; 5:8; 1 Pedro 2:24). Enseñamos que nuestra justificación es asegurada por Su resurrección literal y física de los muertos, y por el hecho de que ahora Él, después de haber ascendido, se encuentra a la diestra del Padre, en donde ahora Él es nuestro mediador como abogado y sumo sacerdote (Mateo 28:6; Lucas 24:38–39; Hechos 2:30–31; Romanos 4:25; 8:34; Hebreos 7:25; 9:24; 1 Juan 2:1). Enseñamos que en la resurrección de Jesucristo de la tumba, Dios confirmó la deidad de Su Hijo y demostró que Dios ha aceptado la obra expiatoria de Cristo en la cruz. La resurrección corporal de Jesús es también la garantía de una vida de resurrección futura para todos los creyentes (Juan 5:26–29; 14:19; Romanos 1:4; 4:25; 6:5–10; 1 Corintios 15:20, 23).

Enseñamos que Jesucristo regresará para recibir a la iglesia, la cual es Su cuerpo, en el rapto y, al regresar con Su iglesia en gloria, establecerá Su reino milenial en la tierra (Hechos 1:9–11; 1 Tesalonicenses 4:13–18; Apocalipsis 20). Enseñamos que el Señor Jesucristo es aquel a través del cual Dios juzgará a toda la humanidad (Juan 5:22–23):

A los creyentes (1 Corintios 3:10–15; 2 Corintios 5:10)

A los habitantes de la tierra que estén vivos cuando Él regrese en gloria (Mateo 25:31–46)

A los muertos incrédulos ante el Gran Trono Blanco (Apocalipsis 20:11–15)

Como el Mediador entre Dios y el hombre (1 Timoteo 2:5), la cabeza de Su Cuerpo que es la iglesia (Efesios 1:22; 5:23; Colosenses 1:18), y el Rey universal venidero, quien reinará en el trono de David (Isaías 9:6; Lucas 1:31–33), Él es el Juez definitivo de todos aquellos que no confían en Él como Señor y Salvador (Mateo 25:14–46; Hechos 17:30–31). Enseñamos que debido a que la muerte de nuestro Señor Jesucristo fue eficaz, el pecador que cree es liberado del castigo, de la paga, del poder y, un día, de la presencia misma del pecado; y que él es declarado justo, se le otorga vida eterna y es adoptado en la familia de Dios (Romanos 3:25; 5:8–9; 2 Corintios 5:14–15; 1 Pedro 2:24; 3:18).

Dios Espíritu Santo

Enseñamos que el Espíritu Santo es una persona divina, eterna, no derivada, que posee todos los atributos de personalidad y deidad, entre los que se incluyen el intelecto (1 Corintios 2:10–13), las emociones (Efesios 4:30), la voluntad (1 Corintios 12:11), la eternidad (Hebreos 9:14), la omnipresencia (Salmo 139:7–10), la omnisciencia (Isaías 40:13–14), la omnipotencia (Romanos 15:13) y la veracidad (Juan 16:13). Él es igual al Padre y al Hijo en todos los atributos divinos y en sustancia (Mateo 28:19; Hechos 5:3–4; 28:25–26; 1 Corintios 12:4–6; 2 Corintios 13:14; y Jeremías 31:31–34 junto con Hebreos 10:15–17). Enseñamos que ejecutar la voluntad divina en relación con toda la humanidad es una obra del Espíritu Santo. Reconocemos Su actividad soberana en la creación (Génesis 1:2), la encarnación (Mateo 1:18), la revelación escrita (2 Pedro 1:20–21) y la obra de salvación (Juan 3:5–7).

Enseñamos que la obra del Espíritu Santo en esta época comenzó en Pentecostés, cuando Él descendió del Padre como lo prometió Cristo (Juan 14:16–17; 15:26) para iniciar y completar la edificación del cuerpo de Cristo, el cual es Su iglesia (1 Corintios 12:13). El amplio alcance de Su actividad divina incluye convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio; glorificar al Señor Jesucristo y transformar a los creyentes a la imagen de Cristo (Juan 16:7–9; Hechos 1:5; 2:4; Romanos 8:29; 2 Corintios 3:18; Efesios 2:22). Enseñamos que el Espíritu Santo es el agente sobrenatural y soberano en la regeneración, bautizando a todos los creyentes dentro del cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:13). El Espíritu Santo también mora en ellos, los santifica, los instruye y los capacita para el servicio, y los sella hasta el día de la redención (Romanos 8:9; 2 Corintios 3:6; Efesios 1:13).

Enseñamos que el Espíritu Santo es el maestro divino que guio a los apóstoles y profetas a toda la verdad conforme ellos se entregaron a escribir la revelación de Dios: la Biblia. Todo creyente posee la presencia del Espíritu Santo que mora en él desde el momento de la salvación, y es el deber de todos aquellos que han nacido del Espíritu ser llenos del Espíritu (controlados por Él) (Juan 16:13; Romanos 8:9; Efesios 5:18; 2 Pedro 1:19–21; 1 Juan 2:20, 27). Enseñamos que el Espíritu Santo administra dones espirituales a la iglesia. El Espíritu Santo no se glorifica ni a Sí mismo ni a Sus dones por medio de demostraciones ostentosas, sino que glorifica a Cristo mediante la implementación Su obra de redención de los perdidos y edificación de los creyentes en la santísima fe (Juan 16:13–14; Hechos 1:8; 1 Corintios 12:4–11; 2 Corintios 3:18). Enseñamos, con respecto a esto, que Dios el Espíritu Santo es soberano en otorgar todos Sus dones para el perfeccionamiento de los santos hoy en día, y que hablar en lenguas y la operación de los milagros de señales en los primeros días de la iglesia tuvieron el propósito de apuntar hacia a los apóstoles y autentificarlos como reveladores de verdad divina, y jamás tuvieron el propósito de ser algo típico en la vida de los creyentes (1 Corintios 12:4–11; 13:8–10; 2 Corintios 12:12; Efesios 4:7–12; Hebreos 2:1–4).

Hombre

Enseñamos que el hombre fue directa e inmediatamente creado por Dios a Su imagen y semejanza. El hombre fue creado libre de pecado con una naturaleza racional, con inteligencia, voluntad, determinación personal y responsabilidad moral para con Dios (Génesis 2:7, 15–25; Santiago 3:9). Enseñamos que la intención de Dios en la creación del hombre fue que el hombre glorificara a Dios, disfrutara de la comunión con Dios, viviera su vida en la voluntad de Dios y, de esta manera, cumpliera el propósito de Dios para el hombre en el mundo (Isaías 43:7; Colosenses 1:16; Apocalipsis 4:11). Enseñamos que en el pecado de desobediencia de Adán a la voluntad revelada de Dios y a la Palabra de Dios, el hombre perdió su inocencia, incurrió en la pena de muerte espiritual y física; se convirtió en objeto de la ira de Dios, y se volvió inherentemente corrupto y totalmente incapaz de escoger o hacer aquello que es aceptable ante Dios fuera de la gracia divina. Sin poder alguno para tener la capacidad en sí mismo de restauración, el hombre está perdido sin esperanza alguna. Por lo tanto, la salvación es en su totalidad la obra de la gracia de Dios por medio de la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo (Génesis 2:16–17; 3:1–19; Juan 3:36; Romanos 3:23; 6:23; 1 Corintios 2:14; Efesios 2:1–3; 1 Timoteo 2:13–14; 1 Juan 1:8). Enseñamos que debido a que todos los hombres estaban en Adán, se les ha transmitido una naturaleza corrompida por el pecado de Adán, siendo Jesucristo la única excepción. Por lo tanto, todos los hombres son pecadores por naturaleza, por decisión personal y por declaración divina (Salmo 14:1–3; Jeremías 17:9; Romanos 3:9–18, 23; 5:10–12).

Salvación

Enseñamos que la salvación es totalmente de Dios, por gracia, sobre la base de la redención de Jesucristo, el mérito de Su sangre derramada, y no sobre la base del mérito ni las obras del ser humano (Juan 1:12; Efesios 1:7; 2:8–10; 1 Pedro 1:18–19).

La regeneración

Enseñamos que la regeneración es una obra sobrenatural del Espíritu Santo mediante la cual son dadas la naturaleza divina y la vida divina (Juan 3:3–7; Tito 3:5). Es instantánea y es llevada a cabo únicamente por el poder del Espíritu Santo a través de la Palabra de Dios (Juan 5:24), cuando el pecador arrepentido, al ser capacitado por el Espíritu Santo, responde en fe a la provisión divina de la salvación. La regeneración genuina se manifiesta en frutos dignos de arrepentimiento que se demuestran en actitudes y conductas justas. Las buenas obras serán su evidencia apropiada y fruto (1 Corintios 6:19–20; Efesios 2:10), y serán experimentadas hasta el punto en el que el creyente se someta al control del Espíritu Santo en su vida a través de la obediencia fiel a la Palabra de Dios (Efesios 5:17–21; Filipenses 2:12b; Colosenses 3:16; 2 Pedro 1:4–10). Esta obediencia hace que el creyente sea conformado más y más a la imagen de nuestro Señor Jesucristo (2 Corintios 3:18). Tal conformidad llega a su punto culminante en la glorificación del creyente en la venida de Cristo (Romanos 8:17; 2 Pedro 1:4; 1 Juan 3:2–3).

Elección

Enseñamos que la elección es el acto de Dios mediante el cual, antes de la fundación del mundo, Él escogió en Cristo a aquellos a quienes Él, en Su gracia, regenera, salva y santifica (Romanos 8:28–30; Efesios 1:4–11; 2 Tesalonicenses 2:13; 2 Timoteo 2:10; 1 Pedro 1:1–2). Enseñamos que la elección soberana no contradice ni niega la responsabilidad que tiene el hombre de arrepentirse y confiar en Cristo como Salvador y Señor (Ezequiel 18:23, 32; 33:11; Juan 3:18–19, 36; 5:40; Romanos 9:22–23; 2 Tesalonicenses 2:10–12; Apocalipsis 22:17). No obstante, debido a que la gracia soberana incluye tanto el medio para recibir la dádiva de la salvación como también la dádiva misma, la elección soberana dará como resultado lo que Dios determina. Todos aquellos a quienes el Padre llama a Sí Mismo vendrán en fe, y todos los que vienen en fe, el Padre los recibirá (Juan 6:37–40, 44; Hechos 13:48; Santiago 4:8). Enseñamos que el favor inmerecido que Dios otorga a pecadores totalmente depravados no está relacionado con ninguna iniciativa de parte de ellos, ni a que Dios sepa con anticipación lo que podrían hacer por voluntad propia, sino que se debe exclusivamente a Su gracia soberana y misericordia (Efesios 1:4–7; Tito 3:4–7; 1 Pedro 1:2). Enseñamos que la elección no debe ser vista como si estuviera basada meramente en una soberanía abstracta. Dios es verdaderamente soberano, pero Él ejercita esta soberanía en armonía con Sus otros atributos, especialmente Su omnisciencia, justicia, santidad, sabiduría, gracia y amor (Romanos 9:11–16). Esta soberanía siempre exaltará la voluntad de Dios de una manera que es totalmente consistente con Su persona como se revela en la vida de nuestro Señor Jesucristo (Mateo 11:25–28; 2 Timoteo 1:9).

La justificación

Enseñamos que la justificación delante de Dios es un acto de Dios (Romanos 8:33) por medio del cual Él declara justos a aquellos a quienes, a través de la fe en Cristo, se arrepienten de sus pecados (Lucas 13:3; Hechos 2:38; 3:19; 11:18; Romanos 2:4; 2 Corintios 7:10; Isaías 55:6, 7) y lo confiesan como Señor soberano (Romanos 10:9–10; 1 Corintios 12:3; 2 Corintios 4:5; Filipenses 2:11). Esta justicia es independiente de cualquier virtud u obra del hombre (Romanos 3:20; 4:6) e involucra la imputación de nuestros pecados a Cristo (Colosenses 2:14; 1 Pedro 2:24) y la imputación de la justicia de Cristo a nosotros (1 Corintios 1:30; 2 Corintios 5:21). Por medio de esto Dios puede ser «el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Romanos 3:26).

La santificación

Enseñamos que todo creyente es santificado (apartado) para Dios por la justificación y por lo tanto declarado santo y por lo tanto identificado como un santo. Esta santificación es posicional e instantánea y no debe ser confundida con la santificación progresiva. Esta santificación tiene que ver con la posición del creyente, no con su vida práctica actual o condición (Hechos 20:32; 1 Corintios 1:2, 30; 6:11; 2 Tesalonicenses 2:13; Hebreos 2:11; 3:1; 10:10, 14; 13:12; 1 Pedro 1:2). Enseñamos que por la obra del Espíritu Santo también hay una santificación progresiva mediante la cual el estado del creyente es llevado a un punto más cercano a la posición que este disfruta por medio de la justificación. A través de la obediencia a la Palabra de Dios y la capacidad dada por el Espíritu Santo, el creyente es capaz de vivir una vida de mayor santidad en conformidad a la voluntad de Dios, volviéndose más y más como nuestro Señor Jesucristo (Juan 17:17, 19; Romanos 6:1–22; 2 Corintios 3:18; 1 Tesalonicenses 4:3–4; 5:23). Con respecto a esto, enseñamos que toda persona salva está involucrada en un conflicto diario—la nueva naturaleza en Cristo batallando en contra de la carne—pero hay provisión adecuada para la victoria por medio del poder del Espíritu Santo Quien mora en el creyente. No obstante, la batalla permanece en el creyente a lo largo de esta vida terrenal y nunca es terminada en su totalidad. Toda afirmación de que un creyente puede erradicar el pecado en esta vida, no es bíblica. La erradicación del pecado no es posible, pero el Espíritu Santo provee lo necesario para la victoria sobre el pecado (Gálatas 5:16–25; Efesios 4:22–24; Filipenses 3:12; Colosenses 3:9–10; 1 Pedro 1:14–16; 1 Juan 3:5–9).

La seguridad

Enseñamos que todos los redimidos, una vez que han sido salvos, son guardados por el poder de Dios y de esta manera están seguros en Cristo para siempre (Juan 5:24; 6:37–40; 10:27–30; Romanos 5:9–10; 8:1, 31–39; 1 Corintios 1:4–8; Efesios 4:30; Hebreos 7:25; 13:5; 1 Pedro 1:5; Judas 24). Enseñamos que el privilegio de los creyentes es regocijarse en la certidumbre de su salvación por medio del testimonio de la Palabra de Dios, el cual, no obstante, claramente nos prohíbe el uso de la libertad cristiana como una ocasión para vivir en pecado y carnalidad (Romanos 6:15–22; 13:13–14; Gálatas 5:13, 25–26; Tito 2:11–14).

La separación

Enseñamos que hay un llamado a la separación del pecado a lo largo de todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, y que las Escrituras indican claramente que en los últimos días la apostasía y la mundanalidad aumentarán (2 Corintios 6:14–7:1; 2 Timoteo 3:1–5). Enseñamos que a partir de una profunda gratitud por la gracia inmerecida de Dios que nos ha sido otorgada y debido a que nuestro Dios glorioso es tan digno de nuestra consagración total, todos los salvos deben de vivir de tal manera que demostremos nuestro amor reverente a Dios y de esta manera no traer deshonra a nuestro Señor y Salvador. También enseñamos que Dios nos manda a que nos separemos de toda apostasía religiosa y prácticas mundanas y pecaminosas (Romanos 12:1–2; 1 Corintios 5:9–13; 2 Corintios 6:14–7:1; 1 Juan 2:15–17; 2 Juan 9–11). Enseñamos que los creyentes deben estar separados para nuestro Señor Jesucristo (2 Tesalonicenses 1:11–12; Hebreos 12:1–2) y afirmar que la vida cristiana es una vida de justicia obediente que refleja la enseñanza de las bienaventuranzas (Mateo 5:2–12) y una búsqueda continua de santidad (Romanos 12:1–2; 2 Corintios 7:1; Hebreos 12:14; Tito 2:11–14; 1 Juan 3:1–10).

La Iglesia

Enseñamos que todos los que confían en Jesucristo son inmediatamente colocados por el Espíritu Santo en un Cuerpo espiritual unido, la iglesia (1 Corintios 12:12–13), la novia de Cristo (2 Corintios 11:2; Efesios 5:23–32; Apocalipsis 19:7–8), de la cual Cristo es la cabeza (Efesios 1:22; 4:15; Colosenses 1:18). Enseñamos que la formación de la iglesia, el cuerpo de Cristo, comenzó en el día de Pentecostés (Hechos 2:1–21, 38–47) y será completada cuando Cristo venga por los suyos en el rapto (1 Corintios 15:51–52; 1 Tesalonicenses 4:13–18). Enseñamos que la iglesia es un organismo espiritual único diseñado por Cristo, constituido por todos los creyentes que han nacido de nuevo en la época actual (Efesios 2:11–3:6). La iglesia es distinta a Israel (1 Corintios 10:32), un misterio no revelado sino hasta esta época (Efesios 3:1–6; 5:32). Enseñamos que el establecimiento y continuidad de iglesias locales es enseñado y definido claramente en las Escrituras del Nuevo Testamento (Hechos 14:23, 27; 20:17, 28; Gálatas 1:2; Filipenses 1:1; 1 Tesalonicenses 1:1; 2 Tesalonicenses 1:1) y que los miembros del único cuerpo espiritual son dirigidos para asociarse juntos en asambleas locales (1 Corintios 11:18–20; Hebreos 10:25).

Enseñamos que la autoridad suprema de la iglesia es Cristo (1 Corintios 11:3; Efesios 1:22; Colosenses 1:18) y que el liderazgo, dones, orden, disciplina y adoración son determinados por medio de Su soberanía como se encuentra en las Escrituras. Las personas bíblicamente designadas sirviendo bajo Cristo y sobre la asamblea son los ancianos (también llamados obispos, pastores y pastores–maestros; Hechos 20:28; Efesios 4:11) y diáconos. Tanto ancianos como diáconos deben de cumplir con los requisitos bíblicos (1 Timoteo 3:1–13; Tito 1:5–9; 1 Pedro 5:1–5). Enseñamos que estos líderes guían o gobiernan como siervos de Cristo (1 Timoteo 5:17–22) y tienen Su autoridad al dirigir la iglesia. La congregación debe someterse a su liderazgo (Hebreos 13:7, 17).

Enseñamos la importancia del discipulado (Mateo 28:19–20; 2 Timoteo 2:2), responsabilidad mutua de todos los creyentes los unos a los otros (Mateo 18:5–14), como también la necesidad de disciplina de miembros de la congregación que están en pecado de acuerdo con los estándares de la Escritura (Mateo 18:15–22; Hechos 5:11; 1 Corintios 5:1–13; 2 Tesalonicenses 3:6–15; 1 Timoteo 1:19–20; Tito 1:10–16). Enseñamos la autonomía de la iglesia local la cual es libre de cualquier autoridad externa o control, con el derecho de gobernarse a sí misma y con libertad de interferencias de cualquier jerarquía de individuos u organizaciones (Tito 1:5). Enseñamos que es escritural que las iglesias verdaderas cooperen entre ellas para la presentación y propagación de la fe. No obstante, cada iglesia local, a través de sus ancianos y su interpretación y aplicación de la Escritura, debe ser el único juez de la medida y método de su cooperación. Los ancianos deben determinar todos los demás asuntos de membresía, políticas, disciplina, benevolencia, como también gobierno (Hechos 15:19–31; 20:28; 1 Corintios 5:4–7; 13:1; 1 Pedro 5:1–4).

Enseñamos que el propósito de la iglesia es glorificar a Dios (Efesios 3:21) al edificarse a sí misma en la fe (Efesios 4:13–16), al ser instruida en la Palabra (2 Timoteo 2:2, 15; 3:16–17), al tener comunión (Hechos 2:47; 1 Juan 1:3), al guardar las ordenanzas (Lucas 22:19; Hechos 2:38–42) y al entender y comunicar el evangelio al mundo entero (Mateo 28:19; Hechos 1:8; 2:42). Enseñamos el llamado de todos los santos a la obra del servicio (1 Corintios 15:58; Efesios 4:12; Apocalipsis 22:12). Enseñamos la necesidad de que la iglesia coopere con Dios conforme Él lleva a cabo Sus propósitos en el mundo. Para ese fin, Él da a la iglesia dones espirituales. En primer lugar, Él da hombres escogidos con el propósito de equipar a los santos para la obra del ministerio (Efesios 4:7–12), y Él también da capacidades únicas y especiales a cada miembro del Cuerpo de Cristo (Romanos 12:5–8; 1 Corintios 12:4–31; 1 Pedro 4:10–11).

Enseñamos que hubo dos clases de dones dados en la iglesia primitiva: dones milagrosos de revelación divina y sanidad, dados temporalmente en la era apostólica con el propósito de confirmar la autenticidad del mensaje de los apóstoles (Hebreos 2:3–4; 2 Corintios 12:12); y dones de ministerio, dados para equipar a los creyentes para edificarse los unos a los otros. Con la revelación del Nuevo Testamento ya terminada, la Escritura se vuelve la única prueba de autenticidad del mensaje de un hombre, y los dones de confirmación de una naturaleza milagrosa ya no son necesarios para certificar a un hombre o a su mensaje (1 Corintios 13:8–12). Los dones milagrosos pueden llegar a ser falsificados por Satanás al punto de engañar aún a creyentes (1 Corintios 13:13, 14:12; Apocalipsis 13:13–14). Los únicos dones en operación en el día de hoy son aquellos dones no reveladores para equipar y edificar (Romanos 12:6–8).

Enseñamos que nadie posee el don de sanidad en el día de hoy, pero que Dios oye y responde a la oración de fe y responderá de acuerdo con Su propia voluntad perfecta por los enfermos, los que están sufriendo, y que están afligidos (Lucas 18:1–6; Juan 5:7–9; 2 Corintios 12:6–10; Santiago 5:13–16; 1 Juan 5:14–15). Enseñamos que a la iglesia local se le han dado dos ordenanzas: el bautismo y la Cena del Señor (Hechos 2:38–42). El bautismo cristiano por inmersión (Hechos 8:36–39) es el testimonio solemne y hermoso de un creyente mostrando su fe en el Salvador crucificado, sepultado, y resucitado, y su unión con Él en su muerte al pecado y resurrección a una nueva vida (Romanos 6:1–11). También es una señal de comunión e identificación con el cuerpo visible de Cristo (Hechos 2:41–42). Enseñamos que la Cena del Señor es la conmemoración y proclamación de Su muerte hasta que Él venga, y siempre debe ser precedida por una solemne evaluación personal (1 Corintios 11:28–32). También enseñamos que mientras que los elementos de la Comunión únicamente representan la carne y la sangre de Cristo, la Cena del Señor es de hecho una comunión con el Cristo resucitado Quien está presente de una manera única en cada creyente, teniendo comunión con Su pueblo (1 Corintios 10:16).

Los ángeles

Los ángeles santos

Enseñamos que los ángeles son seres creados y por lo tanto no deben ser adorados. Aunque son un orden más alto de creación que el hombre, han sido creados para servir a Dios y para adorarlo (Lucas 2:9–14; Hebreos 1:6–7, 14; 2:6–7; Apocalipsis 5:11–14; 19:10; 22:9).

Los ángeles caídos

Enseñamos que Satanás es un ángel creado y el autor del pecado. Él incurrió en el juicio de Dios al rebelarse en contra de su Creador (Isaías 14:12–17; Ezequiel 28:11–19), al llevar a varios ángeles con él en su caída (Mateo 25:41; Apocalipsis 12:1–14), y al introducir el pecado a la raza humana por su tentación de Eva (Génesis 3:1–15). Enseñamos que Satanás es el enemigo abierto y declarado de Dios y el hombre (Isaías 14:13–14; Mateo 4:1–11; Apocalipsis 12:9–10), el príncipe de este mundo, quien ha sido derrotado a través de la muerte y resurrección de Jesucristo (Romanos 16:20); y que será eternamente castigado en el lago de fuego (Isaías 14:12–17; Ezequiel 28:11–19; Mateo 25:41; Apocalipsis 20:10).

Escatología

Muerte

Enseñamos que la muerte física no involucra la pérdida de nuestra consciencia inmaterial (Apocalipsis 6:9–11), que el alma de los redimidos pasa inmediatamente a la presencia de Cristo (Lucas 23:43; Filipenses 1:23; 2 Corintios 5:8), que hay una separación entre el alma y el cuerpo (Filipenses 1:21–24), y que, para los redimidos, tal separación continuará hasta el rapto (1 Tesalonicenses 4:13–17), el cual inicia la primera resurrección (Apocalipsis 20:4–6), cuando nuestra alma y cuerpo se volverán a unir y serán glorificados para siempre con nuestro Señor (Filipenses 3:21; 1 Corintios 15:35–44, 50–54). Hasta ese momento, las almas de los redimidos en Cristo permanecerán en comunión gozosa con nuestro Señor Jesucristo (2 Corintios 5:8). Enseñamos la resurrección corporal de todos los hombres, los salvos a vida eterna (Juan 6:39; Romanos 8:10–11, 19–23; 2 Corintios 4:14), y los inconversos a juicio y castigo eterno (Daniel 12:2; Juan 5:29; Apocalipsis 20:13–15). Enseñamos que las almas de los que no son salvos en la muerte son guardadas bajo castigo hasta la segunda resurrección (Lucas 16:19–26; Apocalipsis 20:13–15), cuando el alma y el cuerpo de resurrección serán unidos (Juan 5:28–29). Entonces ellos aparecerán en el juicio del Gran Trono Blanco (Apocalipsis 20:11–15) y serán arrojados al infierno, el lago de fuego (Mateo 25:41–46), separados de la vida de Dios para siempre (Daniel 12:2; Mateo 25:41–46; 2 Tesalonicenses 1:7–9).

El rapto de la iglesia

Enseñamos el regreso personal, corporal de nuestro Señor Jesucristo antes de la tribulación de siete años (1 Tesalonicenses 4:16; Tito 2:13) para sacar a Su iglesia de esta tierra (Juan 14:1–3; 1 Corintios 15:51–53; 1 Tesalonicenses 4:15–5:11) y, entre este acontecimiento y Su regreso glorioso con Sus santos, para recompensar a los creyentes de acuerdo con sus obras (1 Corintios 3:11–15; 2 Corintios 5:10).

El período de la tribulación

Enseñamos que inmediatamente después de sacar a la iglesia de la tierra (Juan 14:1–3; 1 Tesalonicenses 4:13–18) los justos juicios de Dios serán derramados sobre un mundo incrédulo (Jeremías 30:7; Daniel 9:27; 12:1; 2 Tesalonicenses 2:7–12; Apocalipsis 16), y que estos juicios llegarán a su punto culminante para el tiempo del regreso de Cristo en gloria a la tierra (Mateo 24:27–31; 25:31–46; 2 Tesalonicenses 2:7–12). En ese momento los santos del Antiguo Testamento y de la tribulación serán resucitados y los vivos serán juzgados (Daniel 12:2–3; Apocalipsis 20:4–6). Este período incluye la 70 semana de la profecía de Daniel (Daniel 9:24–27; Mateo 24:15–31; 25:31–46).

La segunda venida y el reino milenario

Enseñamos que después del período de tribulación, Cristo vendrá a la tierra a ocupar el trono de David (Mateo 25:31; Lucas 1:31–33; Hechos 1:10–11; 2:29–30) y establecerá Su reino mesiánico por mil años sobre la tierra (Apocalipsis 20:1–7). Durante este tiempo los santos resucitados reinarán con Él sobre Israel y todas las naciones de la tierra (Ezequiel 37:21–28; Daniel 7:17–22; Apocalipsis 19:11–16). Este reinado será precedido por el derrocamiento del Anticristo y el Falso Profeta, y deposición de Satanás del mundo (Daniel 7:17–27; Apocalipsis 20:1–7). Enseñamos que el reino mismo va a ser el cumplimiento de la promesa de Dios a Israel (Isaías 65:17–25; Ezequiel 37: 21–28; Zacarías 8:1–17) de restaurarlos a la tierra que ellos perdieron por su desobediencia (Deuteronomio 28:15–68). El resultado de su desobediencia fue que Israel fue temporalmente hecho a un lado (Mateo 21:43; Romanos 11:1–26) pero volverá a ser despertado a través del arrepentimiento para entrar en la tierra de bendición (Jeremías 31:31–34; Ezequiel 36:22–32; Romanos 11:25–29). Enseñamos que este tiempo del reinado de nuestro Señor será caracterizado por armonía, justicia, paz, rectitud y larga vida (Isaías 11; 65:17–25; Ezequiel 36:33–38), y será llevado a un fin con la libertad de Satanás (Apocalipsis 20:7).

El juicio de los perdidos

Enseñamos que luego que Satanás sea soltado, después del reinado de Cristo por mil años (Apocalipsis 20:7), Satanás engañará a las naciones de la tierra y las reunirá para combatir a los santos y a la ciudad amada, y en ese momento Satanás y su armada serán devorados por fuego del cielo (Apocalipsis 20:9). Después de esto, Satanás será arrojado al lago de fuego y azufre (Mateo 25:41; Apocalipsis 20:10) y entonces Cristo, Quien es el Juez de todos los hombres (Juan 5:22), resucitará y juzgará a los grandes y pequeños en el Juicio del Gran Trono Blanco. Enseñamos que esta resurrección a juicio de los muertos no salvos será una resurrección física, y que después de recibir su juicio (Juan 5:28–29), serán entregados a un castigo eterno consciente en el lago de fuego (Mateo 25:41; Apocalipsis 20:11–15).

La eternidad

Enseñamos que después de la conclusión del milenio, la libertad temporal de Satanás, y el juicio de los incrédulos (2 Tesalonicenses 1:9; Apocalipsis 20:7–15), los salvos entrarán al estado eterno de gloria con Dios, después del cual los elementos de esta tierra se disolverán (2 Pedro 3:10) y serán reemplazados con una tierra nueva en donde sólo mora la justicia (Efesios 5:5; Apocalipsis 20:15; 21–22). Después de esto, la ciudad celestial descenderá del cielo (Apocalipsis 21:2) y será el lugar en el que moren los santos, en donde disfrutarán de la comunión con Dios y de la comunión mutua para siempre (Juan 17:3; Apocalipsis 21–22). Nuestro Señor Jesucristo, habiendo cumplido Su misión redentora, entonces entregará el reino a Dios el Padre (1 Corintios 15:24–28) para que en todas las esferas el Dios trino reine para siempre (1 Corintios 15:28).